El poder del arte
Toda la vida he buscado —como supongo que la mayoría— conectar con las personas a mi alrededor. A veces más conscientemente que otras, probablemente muchas de ellas sin siquiera saber muy bien lo que buscaba ni por qué.
Con el tiempo uno va encontrando su lugar en el mundo, conociendo y olvidando a decenas de personas que rozan la tangente de su vida, sin llegar a entrar en esa órbita tan delicada. Y en esos roces anodinos de repente una persona se queda, un poco más, un poco menos, pero se convierte en alguien con el que tienes un vínculo, una conexión especial y única que dejará —aunque más adelante en la vida toméis sendas diferentes— un poso eterno en tu persona. Hoy quería reflexionar un poco sobre esos vínculos. Y es que entre todos aquellos que puedes acumular a lo largo de la vida, hay solo unos pocos que llegan a moldear parte de ti, y moverte con tan solo recordarlos, y esos vínculos se forjan —al menos para mí— compartiendo.
Como a todo el mundo, hay cosas en la vida que me apasionan, que me mueven y me hacen vibrar a una frecuencia muy concreta; y hay dos especialmente —de las que no es importante entrar en mucho detalle— que lo hacen de forma implacable. Es absurdo pensar siquiera que el lector no sepa —al menos de forma aproximada— a qué me estoy refiriendo cuando hablo de las emociones más puras y viscerales que empujan a uno a querer hacer partícipe de tal hallazgo a las personas más cercanas, pero creo que es importante destacar que el hecho de que no te una ese vínculo, no es un demérito para con esa relación.
Aclaro esto y no quiero entrar en detalles porque es decepcionante a veces entender que ese vínculo que uno pensaba bidireccional, va solamente en una dirección; llegando incluso a causar tal descubrimiento el debilitamiento del mismo. Lo cierto es que este tipo de vínculos rara vez —por no decir absolutamente nunca— son bidireccionales. Esto es algo que me ha llevado tiempo entender, y que aún conflictúa mis pensamientos de vez en cuando.
Cuando descubrí que había un grupo llamado Extremoduro, nunca hubiera imaginado que pudiera salir de él nada que me fuera a gustar, y en el momento en el que escuché por primera vez —muchos años después— La ley innata, no pude sino rendirme a la evidencia de que aquello era una de las mayores obras artísticas que había presenciado en mi vida. Hago esta afirmación aclarando la subjetividad del arte y su grandeza. La técnica, la complejidad o la innovación no hacen a una obra grandiosa, sino que es lo que mueve en tu interior lo que la hace digna de elogio. El deber del arte es transmitir, compartir; y depende de a quién le llegue ese mensaje, lo recibirá de una forma u otra.
A mi me llegó como una revelación. La revelación de que había estado entendiéndola mal toda la vida, despotricando de quien no sabía valorar el arte de verdad, que era, como no podía ser de otra manera, la que me transmitía algo a mí. Creo que eso no solo cambió mi perspectiva sobre el arte —aunque no lo llegaría a interiorizar hasta mucho, mucho tiempo después—, sino que forjó una conexión con ese disco, que ha ido extendiéndose a Mayéutica, y sobre todo, a El poder del arte.
Esa conexión es única y extremadamente personal, y aunque haya gente que haya podido sentir cosas parecidas con esa música, uno debe entender que nadie jamás sentirá exactamente lo mismo, y por eso es que los vínculos que me unen a las personas con las que comparto la pasión por estas obras, no son completamente bidireccionales. Al final, eso es lo menos importante. Lo que de verdad sella esos vínculos es hacer partícipe al otro de aquello que te hace vibrar y que el otro lo reciba como algo que atesorar, y viceversa.